Juan Carlos Padra, de Huracán, y Leandro Romagnoli, de San Lorenzo, tienen una amistad de 16 años, a pesar de vestir camisetas rivales. Ellos son un símbolo de paz para un clásico cargado de tensión
Sábado 09 de noviembre de 2002
“¿Sabés cuántos clásicos jugamos en las inferiores? Un montón. A veces ganaba San Lorenzo, en otras ganaba Huracán, era más parejo que en el profesionalismo; poníamos la pierna bien fuerte, nadie quería perder. Pero después del partido broméabamos un poco por el resultado y, a la tardecita, volvíamos a la plaza a seguir con la pelota. Siempre fuimos amigos y vivíamos el fútbol como una fiesta que duraba todo el día...”
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Tenían cinco años. Leandro le pidió la pelota a Carlitos, el dueño del juego bonito del equipo; luego de un par de gambetas, dejó en soledad a su flamante compañero, que definió con clase otro encuentro sin paridad. Es que Franja de Oro, un modesto club de Nueva Pompeya, que divertía a propios y extraños, lucía en el equipo a los lujos de Leandro Romagnoli y Juan Carlos Padra, talentos de San Lorenzo y de Huracán 16 años más tarde.
“Yo jugaba de once, bien de wing, como mi papá, que fue jugador. Padra era el diez del equipo, el que manejaba todo; yo estaba más cerca del arco. Después, teníamos que decidir nuestro futuro y tuvimos que cambiar de vereda. Otra no nos quedó...”, cuenta Romagnoli, en el quincho de su casa, junto con el mejor de sus amigos.
Son compadres desde siempre. Tienen bajo la piel las camisetas N° 10 y viven con la misma pasión de aquellos días el clásico de barrio, que se jugará hoy, una vez más. Romagnoli será titular y Padra actuará en la reserva, para que el talento no se ausente en ninguno de los dos cotejos.
De Franja de Oro, ocho años después, Padra siguió el sueño quemero; Romagnoli, la ilusión azulgrana. No pudieron –no quisieron– traicionar sus sentimientos. Allí escalaron con goles, caños y esperanza el trampolín que les dio el gran salto a primera. Pero ellos, amigos desde el preescolar, siguieron fieles a la costumbre. En la esquina de la casa de Pipi, allá por Villa Soldati, se reunían siempre a hablar de fútbol, de Huracán, de San Lorenzo, de mujeres y de sueños. Vivían a diez cuadras de distancia, y aún viven a diez cuadras de distancia. “En esa época compartíamos muchas cosas, hasta las minas compartíamos... No, en serio, nosotros éramos (y somos) muy unidos, no nos importaba si a uno le iba mejor que al otro. Porque cuando Huracán perdía con San Lorenzo después siempre íbamos a la misma plaza, con la misma gente, a jugar los mismos partidos. ¿O acaso los hinchas de Huracán y San Lorenzo no pueden ser amigos?”, se pregunta Padra, con flamantes claritos en el pelo y nuevos tatuajes.
Son fanáticos de las marcas en la piel. Tienen varias, pero comparten una debilidad: la imagen de sus madres. Norma luce orgullosa en la piel de Padra; Rita vive desde hace algunos años en el pecho de Romagnoli. Aquella esquina de la avenida Rabanal al 2000 y pico sigue siendo la debilidad de dos pibes de barrio. Pero la profesión, los viajes, las concentraciones y las novias (Celeste, de Romagnoli, Milena, de Padra) no dejan tanto tiempo libre. Prefieren ir a comer, a tomar algo y quedarse en casa, muy cerca de los suyos.
Se ponen las camisetas, con el sello del 10. Padra, desfachatado por naturaleza, dice que el nuevo diseño “le encanta”; Romagnoli, tímido desde siempre, cuenta que es la misma que voló en la altura de La Paz, en el match ante Bolívar, por la Copa Sudamericana, días atrás.
Vuelven a la plaza, a la misma plaza que divertía a un puñado de pibes con sueños de grandes. Se sacan las fotos, mientras los pedidos de autógrafos no cesan. Pero dicen que la fama es puro cuento. Que ellos son los mismos que alguna vez se divertían en boliches como Puerto, Club X y The End. Los mismos que dejaban a un lado la pelota y sufrían en la escuela San Martín, con varios aplazos y mucha fuerza de voluntad. “Yo terminé la secundaria, pero Pipi siempre fue muy vago (carcajadas) y dejó en primer año. Yo siempre le decía que siguiera; mirá que le insistí, eh”, sentencia Padra, con la sonrisa cómplice. “Y..., nunca me gustó. Repetí en el Estrada y después fui a la misma escuela que él. A Carlitos siempre le fue mejor que a mí, sobre todo con las mujeres... (otra carcajada)”, explica Pipi.
Tienen 21 años, pasó vida por sus cuerpos. Goles, frustraciones, títulos, promesas. Corren con clase en cada campo y viven como pocos el clásico de barrio. “Gana Huracán 2 a 1, con goles de Villa; Leandro va a hacer el del descuento, en el final, que no le va a servir para nada...”, asegura Padra. “No, pará, pará. Gana 2 a 0 San Lorenzo: Astudillo y Chatruc”, contesta Romagnoli. Pero qué importa el resultado si, como aquellos días juveniles, Leandro y Carlitos volverán a encontrarse en la misma esquina de siempre, con ganas de compartir otro picado entre amigos cuervos y quemeros...
Por Ariel Ruya
De la Redacción de LA NACION
De la Redacción de LA NACION
Fuente: Diario LA NACION
Marianela Colipe