Ellos son la usina generadora de fútbol de San Lorenzo, que hoy puede dar la vuelta olímpica
Domingo 10 de junio de 2001 | Publicado en edición impresa
Una pequeña sociedad catapultó a San Lorenzo a estar a un paso del título en el torneo Clausura 2001. Una suma de uno más uno que al equipo del Bajo Flores le dio mucho más resultado que dos. Uno es pura gambeta, amago y desenfado; el otro es aceleración, enganche y desborde. Leandro Atilio Romagnoli es el encargado de conducir los destinos de la pelota en cada avance del conjunto de Manuel Pellegrini; Raúl Enrique Estévez tiene por misión desequilibrar por el sector derecho, a la usanza de los desaparecidos wings. Y juntos son socios en el negocio que más dividendos reparte en una cancha de fútbol: el buen juego.
“¿Qué querés que te digamos? ¿Qué ya somos campeones? Ni loco, esperá hasta después del partido con Unión”, suplica el Pipa Estévez, a un costado del campo de juego del Nuevo Gasómetro, el mismo escenario donde hoy San Lorenzo coronará una campaña de números y actuaciones brillantes por igual.
El Pipi Romagnoli, más tímido, tarda en soltarse. “Falta un partido y va a ser dificilísimo. No nos tenemos que confiar”, dice, en una frase que parece tener poco de sinceridad y mucho de guión diseñado por el técnico, Manuel Pellegrini.
–¿San Lorenzo fue el mejor equipo del torneo?
Romagnoli: –Para mí, sí. Porque demostramos que este grupo creció, que ya no perdemos esos partidos importantes. Estamos más maduros y por eso hoy estamos en este lugar.
Estévez: –Yo creo que sí, porque fuimos los que mostramos el mejor desempeño, en especial en estos últimos partidos.
Romagnoli: –Sí, conseguimos una racha de triunfos bárbara.
Tan cerca y tan lejos. Así se sienten Romagnoli y Estévez acerca de la definición del torneo. Una pareja que dentro de la cancha se entiende sin siquiera mirarse y que afuera bromea hasta el hartazgo. “¡Qué se va a acordar este pibe del campeonato del 95! Si tiene diez años”, lanza en broma Estévez. Parece una amistad de toda la vida, pero...
“Sí, ahora nos llevamos bárbaro. Pero hubo una época en que no nos podíamos ni ver”, confiesa Romagnoli, de 20 años, para sorpresa de todos.
La explicación se remonta a 1999. Las gambetas de Romagnoli durante un partido no paraban; no largaba la pelota. Hasta que en una jugada Estévez, cansado de las asistencias a destiempo de su amigo, lo insultó. La pelea, dicen, no llegó a las manos, pero continuó en el vestuario. Hasta que, tiempo después, llegó un reacomodamiento de Oscar Ruggeri en la distribución de habitaciones en la concentración.
“Un día vino Oscar y nos preguntó si teníamos algún problema en dormir en la misma habitación. Los dos le dijimos que no, pero tampoco nos convencía mucho la idea. Ahora nada que ver, estamos más unidos que nunca”, admite el veloz delantero, de 23 años.
“La verdad es que fue una idea estupenda, porque no sólo nos ayudó en nuestra convivencia sino que también fue positivo para entendernos adentro de la cancha”, explica el Pipi, el mismo que tiene tatuados en el pecho a sus padres, Atilio y Rita.
En las horas previas a la posibilidad de la gran consagración, la ansiedad los devora; están más inquietos que de costumbre. “En mi casa dicen que estoy insoportable en estos últimos días. No se me pasan más las horas hasta el partido”, admite, por lo bajo, Romagnoli.
“¿Si ya tenemos planeado algún festejo para después del partido? No, tenemos que pensar primero en el fútbol”, comenta Estévez, aunque está claro que en la cabeza de los dos ya se vislumbra la vuelta olímpica que pueden dar esta tarde en el Bajo Flores. La que ellos generaron a partir de su fútbol.
Por A. Ruya y D. Quinteros
De la Redacción de La Nación
Marianela Colipe